La economía voraz está acabando con el Amazonas

Por: Administración
2019-08-15 10:07:29
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Aunque su cuna fue la sabana poco boscosa, la humanidad desde hace mucho ha recurrido a los bosques para obtener alimentos, combustible, madera e inspiración sublime. 

Los bosques, que aún dan subsistencia a mil 500 millones de personas, mantienen los ecosistemas locales y regionales y, para los otros 6 mil 200 millones de personas, proporcionan un amortiguador —frágil y en ruinas— contra el cambio climático.

Las sequías, los incendios forestales y otros cambios provocados por los seres humanos están agravando el daño provocado por las motosierras. En los trópicos, que cuentan con la mitad de la biomasa forestal del mundo, la pérdida de cubierta arbórea se ha acelerado dos tercios desde 2015.

Si fuera un país, las pérdidas convertirían a la selva tropical en el tercer emisor de dióxido de carbono más grande del mundo, después de China y Estados Unidos.

La cuenca del Amazonas es el lugar donde el riesgo es más alto, y no solo porque contiene el 40 por ciento de las selvas tropicales del mundo y alberga entre el diez y el quince por ciento de todas las especies terrestres. 

Las maravillas naturales de Sudamérica quizá estén peligrosamente cerca del punto crítico más allá del cual será inevitable que se conviertan en lugares parecidos a estepas, aunque las personas dejen de talar.

El presidente brasileño Jair Bolsonaro está acelerando el proceso en nombre del desarrollo, según dice. El colapso ecológico que sus políticas quizá precipiten se sentiría de manera más drástica dentro de las fronteras de su país, que abarcan el 80 por ciento de la cuenca, pero se extendería más allá de ellas. Esa situación debe prevenirse.

Los seres humanos han estado mermando las selvas tropicales de la Amazonía desde que se asentaron ahí hace más de 10 mil años. Desde la década de 1970, lo han hecho a una escala industrial. En los últimos 50 años, Brasil ha cedido el diecisiete por ciento de la superficie original de la selva, más grande que el área total de Francia, a las carreteras, las presas, la tala, la minería, el cultivo de soya y la ganadería.

Tras una iniciativa gubernamental de siete años para ralentizar la destrucción, aumentó de nuevo en 2013 debido al cumplimiento debilitado y a una amnistía destinada a quienes deforestaron las selvas en el pasado. La recesión y la crisis política afectaron aún más la capacidad del gobierno de hacer cumplir las normas.

Bolsonaro ha permitido con gusto la entrada de las sierras eléctricas. Aunque el Congreso y los tribunales han bloqueado algunas de sus iniciativas dedicadas a arrebatarles su estatus de territorio protegido a algunas zonas de la Amazonía, el presidente de Brasil ha dejado claro que quienes violen las reglas no tienen nada que temer, a pesar del hecho de que fue electo para que restaurara el orden público.

Puesto que entre el 70 y el 80 por ciento de la tala en la Amazonía es ilegal, la destrucción ha aumentado a niveles históricos. Desde que se hizo del cargo en enero, los árboles han estado desapareciendo a una tasa de más del doble del equivalente a la superficie de Manhattan a la semana.

La región de la Amazonía es poco usual en cuanto a que recicla gran parte de su propia agua. Conforme las selvas se encogen, hay menos reciclaje. 

Tras cruzar cierto umbral, eso provoca que más zonas de la selva se sequen, de tal manera que, en cuestión de décadas, el proceso se vuelve un ciclo. El cambio climático está acercando ese umbral año con año conforme aumenta la temperatura de la selva.

Bolsonaro lo está llevando al límite. Los pesimistas temen que el ciclo de degradación incontrolada quizá comience cuando desaparezca de un tres a un ocho por ciento más de la selva, lo cual podría ocurrir pronto. Algunas pistas sugieren que los pesimistas quizá tengan razón: durante los últimos quince años, la Amazonía ha sufrido tres sequías graves, y los incendios están aumentando.

El presidente de Brasil rechaza ese tipo de hallazgos, así como la ciencia en general. Acusa a los fuereños de ser hipócritas —¿acaso los países ricos no talaron sus propias selvas?— y, a veces, de usar el dogma del medioambiente como pretexto para que Brasil siga siendo pobre.

“La Amazonía es nuestra”, exclamó Bolsonaro hace poco.

Lo que ocurre en la Amazonía brasileña es asunto de Brasil, piensa el presidente.

Solo que se equivoca. La “muerte de la selva” afectaría directamente a los otros siete países con los que Brasil comparte la cuenca del río. Reduciría la humedad canalizada a lo largo de los Andes hasta Buenos Aires. Si Brasil estuviera represando un río de verdad, no sofocando uno aéreo, los países que están río abajo podrían considerarlo un acto de guerra.

Conforme se queme y se pudra la enorme reserva amazónica de carbono, las temperaturas en todo el mundo podrían aumentar hasta 0.1 grados Celsius para el año 2100. Quizá pienses que no es mucho, pero el límite ideal del acuerdo de París solo permite un aumento de 0.5 grados Celsius, más o menos.

Los otros argumentos de Bolsonaro tampoco tienen sentido. Sí, el mundo rico ha arrasado con sus bosques. Brasil no debería copiar sus errores, sino aprender de ellos, como lo ha hecho Francia, por ejemplo, al reforestar mientras aún puede.

La paranoia sobre las conspiraciones de Occidente es solo eso. La economía del conocimiento le da un valor mucho más grande a la información genética contenida en la selva que a la tierra o los árboles talados. Aunque no fuera así, la deforestación no es un precio necesario del desarrollo.

La producción de soya y res en Brasil aumentó entre 2004 y 2012, cuando la tala de la selva frenó un 80 por ciento. De hecho, además de la Amazonía en sí, la agricultura brasileña quizá sea la víctima más grande de la deforestación.

La sequía de 2015 provocó que los productores de maíz en el estado central brasileño de Mato Grosso perdieran un tercio de su cosecha.

Fuente: Dinero en Imagen