FORBES. En un cierre de año marcado por debates intensos sobre el futuro económico y ambiental de México, el Congreso de la Unión aprobó de manera unánime la Ley General de Economía Circular, un marco legal que busca transformar la forma en que producimos, consumimos y gestionamos residuos.
Más allá del consenso legislativo la ley generó una evidente polarización porque mientras el gobierno y los sectores productivos la celebran como un avance hacia la “soberanía verde”, las principales organizaciones ambientales como Greenpeace la tachan de ser una simulación que prioriza intereses económicos sobre la protección real del planeta.
Por ello en el contraste es importante y oportuno analizar objetivamente sus ventajas y desventajas, para poder entender sus alcances reales, si se trata de un catalizador para la resiliencia económica o es solo un parche de un sistema insostenible.
México genera alrededor de 125 mil toneladas de residuos sólidos diariamente, de las cuales apenas se recicla un 10 por ciento dejando más de dos mil tiraderos a cielo abierto, que son un lastre ambiental y de salud pública.
La nueva ley introduce principios clave de la economía circular a través de un modelo que promueve el reuso, la reparación y el reciclaje en lugar de la llamada extracción lineal y el desperdicio, alineándose con los estándares globales como los de la unión europea y las metas de la ONU para el desarrollo sostenible.
Destaca la responsabilidad extendida del productor, que obliga a fabricantes e importadores a gestionar el ciclo completo de sus productos, desde el diseño duradero hasta la disposición final.
La creación de un Registro Nacional de Economía Circular y un Programa Nacional para coordinar acciones entre el gobierno federal, los estatales y municipales con el sector privado y la sociedad. Además incorpora el “reciclaje inclusivo” reconociendo la labor de miles recicladores informales, los llamados “pepenadores” promoviendo su integración formal al sistema.
Las ventajas más notables van en el sentido de impulsar una transformación económica profunda, por ejemplo en el contexto de la relocalización o de las presiones comerciales globales, en las que las cadenas de suministro verdes son cada vez más exigidas por inversionistas y consumidores internacionales.
México podría ganar competitividad exportadora al fomentar la innovación en manufactura sostenible y empleos verdes, independientemente de que una implementación efectiva podría reducir en hasta un 80 por ciento el impacto ambiental de ciertos sectores, generando ingresos fiscales a través de incentivos.
Para las grandes empresas representa oportunidades de ahorro a largo plazo mediante diseños eficientes y reuso de materiales, ya que el enfoque inclusivo elevaría las condiciones laborales de un sector muy vulnerable, una combinación de justicia ambiental con equidad económica, reducción de emisiones y adaptación al cambio climático.
Sin embargo, los críticos de la ley aducen que en ella se prioriza la valorización de residuos ya generados en lugar de prevenir su creación, lo que incentiva más producción de basura en vez de reducirla, mientras la ampliación de la termovalorización sin salvaguardas sanitarias estrictas plantea riesgos para la salud pública.
Asimismo, señalan que los incentivos fiscales y económicos de la normativa carecen de transparencia y eso beneficia desproporcionadamente al sector privado, que además, dicen, participó muy de cerca a través de la SEMARNAT en su redacción, en detrimento de regulaciones ambientales robustas y que los costos iniciales de adaptación podrían llegar a ser muy onerosos para las PYMES, en caso de no existir apoyos.
En comparación, los pros de esta ley radican en el potencial para alinear la economía mexicana con tendencias globales de sostenibilidad, mientras que los contras dependen de su correcta ejecución, porque el espíritu de la flamante norma tiene que representar un cambio estructural hacia una economía verdaderamente circular y equitativa.